Durante décadas, el déficit comercial de Estados Unidos ha sido presentado como un enemigo interno, una amenaza existencial que supuestamente erosiona su empleo, competitividad y seguridad económica nacional. Esta narrativa, repetida con fervor tanto en círculos populistas como en esferas institucionales, ha servido para justificar guerras comerciales, renegociaciones de tratados y políticas de corte proteccionista. Sin embargo, como demuestra con precisión el economista David Stockman en su ensayo “American Capitalism’s Worst Nightmare”, esta visión está profundamente equivocada. El problema no es el comercio internacional ni los tratados vigentes, sino las propias distorsiones internas del modelo económico estadounidense. Y para México, que ha sido parte central de esta narrativa debido a su cercanía geográfica y su integración comercial con Estados Unidos, esta confusión tiene implicaciones particularmente sensibles.
Del TLCAN al T-MEC: más forma que fondo
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en vigor en 1994, marcó el inicio de una etapa de profunda integración regional. Para México representó una oportunidad histórica de acceder al mayor mercado del mundo en condiciones preferenciales. Las exportaciones se multiplicaron, la inversión extranjera directa se disparó y sectores estratégicos como el automotriz, electrónico y agroindustrial crecieron a ritmos inéditos. Sin embargo, desde sus primeros años, el TLCAN fue también blanco de críticas, sobre todo en Estados Unidos, donde fue acusado de provocar la “fuga de empleos” y desmantelar el sector manufacturero estadounidense. Esta crítica alcanzó su clímax con Donald Trump, quien convirtió al TLCAN en el símbolo de todo lo que, según él, estaba mal con el comercio global.
Trump renegoció el acuerdo y dio paso al Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), firmado en 2018 y en vigor desde 2020. Según su narrativa, el T-MEC corregía los errores del pasado: establecía reglas más estrictas en materia laboral y ambiental, obligaba a México a subir salarios y eliminar sindicatos de protección, y garantizaba que la producción se mantuviera en América del Norte. En resumen, prometía “nivelar el terreno de juego”.

¿Y los resultados?
Sin embargo, los datos muestran una realidad completamente opuesta. En 2017, bajo el TLCAN, el déficit comercial de Estados Unidos con México y Canadá era de 65 mil millones de dólares, lo que representaba apenas el 5% del comercio estadounidense con ambas naciones. Para 2024, tras apenas cuatro años de T-MEC, ese déficit había escalado a 235 mil millones, es decir, más del 14% de dicho intercambio comercial. Lejos de haberse corregido el desequilibrio, se profundizó. Lo que Stockman plantea con contundencia es que esta evolución no puede explicarse ni por trampas comerciales ni por dumping ni por subsidios ocultos. Al contrario: el déficit se amplió a pesar de que se reforzaron las reglas y los compromisos multilaterales. Es decir, el argumento proteccionista no solo es incorrecto, sino que además se contradice con los resultados.
El verdadero problema: los costos internos
El verdadero factor detrás de estos desequilibrios no está en los acuerdos comerciales, sino en las enormes diferencias de costos de producción. Stockman muestra cómo el salario manufacturero promedio en Estados Unidos, incluyendo impuestos, seguridad social, salud y prestaciones, pasó de 27.50 dólares por hora en 2016 a 37.32 en 2024. En México, a pesar de los incrementos promovidos por el T-MEC, ese salario difícilmente rebasa los siete dólares por hora. Es decir, persiste un diferencial de casi 30 dólares. En ese contexto, ninguna cláusula sindical, ningún compromiso ambiental ni ninguna campaña de “compra local” puede revertir la lógica económica más básica: producir en México cuesta muchísimo menos que hacerlo en Estados Unidos.

Además, hay que considerar el contexto monetario. Mientras renegociaba el T-MEC en nombre del “comercio justo”, Trump presionaba a la Reserva Federal para mantener tasas de interés bajas y, durante la pandemia, impulsó un paquete de estímulos fiscales sin precedentes. El resultado fue una expansión del consumo interno alimentada por deuda, subsidios y liquidez artificial, lo que naturalmente disparó la demanda por bienes importados. De nuevo, el desequilibrio no fue producto de trampas externas, sino de decisiones internas.
México: entre la oportunidad y la vulnerabilidad
Para México, este escenario es ambivalente. Por un lado, se consolidó como el principal socio comercial de Estados Unidos, desplazando incluso a China. Las exportaciones se fortalecieron, las cadenas de suministro regionales se estabilizaron y se abrió una ventana de oportunidad con el fenómeno del nearshoring. Pero por otro lado, esta dependencia también lo convierte en rehén de la economía estadounidense. Si más del 80 por ciento de las exportaciones mexicanas tienen como destino a un solo país, cualquier giro político o económico en Washington —como una nueva guerra comercial, un nuevo proteccionismo o una nueva crisis fiscal— puede tener efectos devastadores para la economía mexicana.
Un patrón global, no una excepción mexicana
El caso de México no es único. Stockman presenta ejemplos similares con Corea del Sur, Taiwán, India y Vietnam. Con Corea, por ejemplo, el déficit estadounidense asciende al 27% del comercio bilateral, a pesar de un tratado que eliminó completamente los aranceles desde 2012. Lo mismo ocurre con los cinco principales socios comerciales asiáticos, con los que Estados Unidos mantiene un déficit conjunto de más de 520 mil millones de dólares, a pesar de que —y esto es crucial— Washington cobra más aranceles a sus importaciones que los que estos países imponen a sus exportaciones estadounidenses.

En otras palabras: ni los aranceles, ni las reglas de origen, ni las condiciones laborales explican el déficit. Lo que sí lo explica, en cambio, son los costos internos inflados por décadas de políticas fiscales expansivas, inflación acumulada, beneficios sociales desbordados y una economía que ha abandonado la producción en favor del consumo.
El T-MEC como placebo político
En este sentido, el proteccionismo estadounidense se manifiesta como un síntoma de decadencia económica, no como una estrategia de recuperación. Y el T-MEC, más que una solución estructural, ha sido una válvula de escape político. Se maquillaron problemas internos con cláusulas laborales, se impusieron estándares sin sustento productivo, y se vendió la idea de un “comercio justo” que no alteró ni un ápice la lógica de los flujos comerciales.
Para México, el desafío es inmenso. No puede confiar indefinidamente en un modelo basado en superávits con un socio que cada vez ve esos mismos superávits como evidencia de “abuso”. El nearshoring es una oportunidad, sí, pero no es apoyado en los hechos con las políticas públicas y muestra de ello son los rezagos en infraestructura y la cerrazón al no permitirle a los privados generar la energía eléctrica que requiere la industria nacional. La inversión en infraestructura, energía y agua, así como la educación técnica, investigación, innovación y fortalecimiento del mercado interno, deben ser prioritarios si se quiere evitar que el país se convierta en una víctima colateral del colapso industrial estadounidense.
Stockman lo resume con claridad: el déficit comercial de Estados Unidos no es prueba de comercio desleal, sino de un modelo económico que ha perdido competitividad frente al mundo. Y mientras no se reconozca esta verdad, se seguirán buscando culpables afuera para justificar los errores cometidos adentro.
El mito del “exceso de ahorro” en China
Más allá de los déficits comerciales cuantificables, Stockman también se detiene a desmantelar uno de los argumentos más persistentes en la narrativa proteccionista moderna: la idea de que China mantiene un modelo económico mercantilista basado en el “exceso de ahorro” doméstico. Esta visión, promovida por funcionarios estadounidenses como el actual Secretario del Tesoro, Bessent, sostiene que el problema no es sólo la competitividad china, sino su supuesta falta de consumo interno. Desde esa lógica, Beijing estaría acumulando ahorro a costa de exportaciones masivas, generando desequilibrios globales.

Pero Stockman rebate este argumento con evidencia empírica y contable. Explica que el alto ahorro chino, medido como proporción del PIB, está distorsionado por múltiples factores que poco tienen que ver con decisiones económicas estratégicas. Entre ellos, destaca el bajo nivel de gasto social en China frente al gigantesco Estado de bienestar estadounidense, la contabilidad de rentas imputadas que artificialmente inflan el ingreso y consumo en EE.UU., así como errores y omisiones reconocidos en las estadísticas nacionales de China. Una vez que se eliminan estas distorsiones, el diferencial real de ahorro entre hogares chinos y estadounidenses es mucho menor al que se presume.
En realidad, el trabajador chino promedio no está “ahorrando demasiado”, sino que simplemente no recibe transferencias estatales masivas como su contraparte en EE.UU. Tampoco está subsidiado por una seguridad social inflada, ni goza de beneficios fiscales, sanitarios o pensiones que absorben buena parte del ingreso disponible en las economías avanzadas. Por lo tanto, el “exceso de ahorro” es más bien un reflejo de un sistema que no subsidia el consumo, y no una trampa comercial encubierta.
¿Y las empresas estadounidenses?
Al mismo tiempo, Stockman lanza una dura crítica contra el doble discurso de Wall Street y de las grandes multinacionales estadounidenses. Estas empresas se quejan de las condiciones restrictivas para operar en China —como las asociaciones forzosas o las limitaciones a la repatriación de ganancias— pero no dudan en seguir invirtiendo allí. ¿La razón? Porque ganan dinero. Porque aún con todo, China sigue siendo una plataforma industrial eficiente. “Si no les gusta, que no inviertan”, concluye Stockman. Nadie las obliga. El problema es que, cuando enfrentan restricciones en sus operaciones, recurren al gobierno de EE.UU. como si fuera su abogado corporativo internacional.
Este punto es esencial. El déficit comercial no proviene de “condiciones injustas” impuestas por el Partido Comunista Chino, sino de decisiones empresariales racionales en un entorno globalizado. El Estado no debería ser el escudo de protección para firmas que asumen voluntariamente riesgos en otros mercados. Y mucho menos debería usar el déficit comercial como justificación para imponer aranceles que terminan castigando al propio consumidor estadounidense.
México ante una disyuntiva inevitable
Así, México se encuentra ante una disyuntiva histórica. Puede seguir celebrando su creciente superávit con Estados Unidos como si fuera una medalla de éxito, o puede comenzar a prepararse —con visión estratégica y realismo— para un futuro en el que ese superávit será visto, en Washington, cada vez más frecuentemente como una provocación.
Porque en el fondo, como lo demuestra Stockman, el déficit comercial de Estados Unidos no es un problema bilateral. Es una grieta en el corazón del capitalismo norteamericano. Y esa grieta, si no se corrige desde dentro, arrastrará consigo a todos los que hoy se benefician de ella.
Son tiempos de mucha incertidumbre y con una suscripción al Servicio Informativo de GAEAP podemos mantenerte informado.
Alejandro Gómez Tamez*
Director General GAEAP*
Suscríbete GRATIS a mi newsletter en Substack: https://economex.substack.com/
Sígueme en X: https://x.com/alejandrogomezt
Si disfrutas de nuestro contenido, te invitamos a apoyar nuestro trabajo suscribiéndote a nuestro servicio informativo premium. Tu suscripción nos permitirá seguir adelante con nuestra labor y, además, te dará acceso a contenido exclusivo. ¡Agradecemos de antemano tu apoyo!
🎙️ ¡El episodio 55 de #EconomexPodcast ya está disponible! No te lo pierdas y descubre los temas relevantes de esta semana. 🎧👇


