El 4 de julio de 2025 pasará a la historia como algo más que una celebración patriótica en los Estados Unidos. En una ceremonia cargada de simbolismo nacionalista y con un B-2 volando sobre la Casa Blanca, Donald Trump firmó su mayor logro legislativo hasta ahora: el llamado “One Big Beautiful Bill”, un paquete fiscal, migratorio y de seguridad que representa la coronación de su visión política… pero también, quizás, el comienzo de una nueva etapa de fragilidad institucional, económica y financiera para Estados Unidos y sus socios.
Esta ley, una mezcla de recortes fiscales, endurecimiento migratorio, gasto militar y reconfiguración del Estado de bienestar, no solo redefine la política interna estadounidense. También plantea interrogantes importantes sobre la viabilidad del dólar como moneda hegemónica, el rumbo de la economía global, y el impacto que tendrá en países como México, que enfrenta la amenaza arancelaria, el riesgo de desaparición del T-MEC y un endurecido régimen migratorio.

El contenido del proyecto: más poder, menos equilibrio
Trump ha bautizado esta ley como su “obra maestra”, ya que es una consolidación de promesas electorales empaquetadas en un solo documento que incluye casi todos los aspectos de su agenda: reducción de impuestos, expansión del aparato de seguridad fronteriza, recortes al sistema de salud Medicaid y a programas sociales, y eliminación progresiva de los subsidios a energías limpias.
El paquete extiende la mayoría de los recortes fiscales de 2017, incluyendo deducciones nuevas para trabajadores con propinas y horas extra, así como para adultos mayores. En un contexto distinto, estas medidas podrían considerarse parte de una política de estímulo. Pero el contexto actual es muy preocupante porque Estados Unidos tiene un déficit fiscal de 1.8 billones de dólares, equivalente al 6% del PIB, y una deuda pública que se acerca peligrosamente al 130% del PIB. Lejos de contenerse, este nuevo paquete fiscal añade otros 3.4 billones de dólares al déficit proyectado para la próxima década, según estimaciones de la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO).
A nivel político, esta “gran y hermosa ley” representa una consolidación sin precedentes del poder ejecutivo. La reciente decisión de la Suprema Corte de limitar el alcance de los jueces federales para frenar órdenes presidenciales ha debilitado los mecanismos de control institucional. Trump, eufórico por su victoria legislativa, declaró tener ahora “más poder que nunca”. La imagen del nuevo Estados Unidos es clara: un Ejecutivo fortalecido, un Congreso sumiso, y una agenda impuesta sin contrapesos reales.

Una bomba migratoria y social: deportaciones masivas y exclusión
La ley incluye un presupuesto de 170 mil millones de dólares para fortalecer el aparato migratorio, con la intención de cumplir una de las promesas más polémicas de Trump: deportar un millón de inmigrantes en 2025. Para lograrlo, se contratarán 10,000 nuevos agentes del ICE y 8,500 oficiales de Aduanas y Protección Fronteriza, además de aumentar la infraestructura de detención, expandir centros en zonas remotas y acelerar procesos judiciales sin resolver, que tienen un rezago de más de tres millones de casos pendientes en los tribunales migratorios.
Este reforzamiento institucional convierte al ICE en la mayor fuerza de seguridad civil de Estados Unidos, con capacidades operativas equivalentes a las de agencias militares. La expansión no se limita a recursos humanos: incluye un incremento en el número de camas en centros de detención, el uso de tecnología para rastrear personas mediante algoritmos de reconocimiento facial, vigilancia digital y colaboración con fuerzas policiales locales, algunas de las cuales han sido acusadas de abusos y perfilamiento racial.
La narrativa oficial es que esto responde a las demandas de seguridad por parte de la población. Pero la realidad es más compleja. Las detenciones ya se han disparado, incluyendo casos de inmigrantes con años en el país, sin antecedentes penales y con trabajos esenciales en agricultura, construcción, servicios de limpieza o cuidado de personas. Las imágenes de redadas en supermercados, restaurantes, talleres mecánicos y viviendas particulares han generado protestas masivas, particularmente en ciudades como Los Ángeles, Chicago y Nueva York, donde la militarización del orden público ya es visible.
Estas acciones han encendido una alarma en sectores sociales y empresariales. En la agricultura, por ejemplo, asociaciones de productores han advertido que el retiro forzoso de trabajadores migrantes podría paralizar cosechas enteras, elevar precios de alimentos y desatar una nueva crisis de abastecimiento. En el sector hotelero y de restaurantes, la escasez de personal ha comenzado a sentirse, exacerbada por el temor de muchos empleados a acudir a sus lugares de trabajo ante la amenaza de redadas.
La medida incluso incluye un cobro para quienes soliciten asilo, lo que ha sido denunciado como una forma de criminalizar la migración humanitaria. Esta decisión contradice acuerdos internacionales firmados por EE.UU. y pone en riesgo la protección de personas perseguidas por motivos políticos, religiosos o de género. Más aún, abre la puerta a un sistema donde el acceso a la justicia depende de la capacidad de pago, socavando los principios básicos del derecho internacional humanitario.
En paralelo, las cortinas de humo discursivas han comenzado a derrumbarse: las cifras muestran que los cruces ilegales están en mínimos históricos, y que la percepción de “crisis migratoria” no corresponde con la realidad. Incluso algunos sectores republicanos comienzan a dudar de la viabilidad operativa y ética de estas políticas. El propio Trump ha tenido que recular en ciertos sectores, como el agrícola, donde los empresarios han advertido que las deportaciones masivas podrían destruir cosechas enteras.
Las tensiones ya han llegado a las cortes. Gobiernos estatales como el de California han presentado demandas por violaciones a los derechos civiles, mientras que activistas han documentado detenciones de personas con visas vigentes, residentes permanentes e incluso ciudadanos naturalizados. Las redes sociales están inundadas de videos donde se observa a agentes del ICE actuando con violencia, ingresando a domicilios sin órdenes judiciales o intimidando a trabajadores frente a sus familias.
El espejismo del crecimiento: entre la euforia y el abismo
Trump ha prometido que todos los efectos negativos del aumento en el déficit serán compensados con “más crecimiento que nunca”. Su apuesta es simple: al reducir impuestos, aumentar el gasto militar y facilitar la acumulación de capital, el PIB se expandirá lo suficiente como para contrarrestar cualquier presión fiscal o monetaria. Pero este optimismo contrasta con las alertas que ya se encienden en los mercados financieros.
Wall Street ha empezado a manifestar su preocupación. Varios analistas advierten que lo que antes se consideraba un estímulo fiscal temporal —como en tiempos de guerra o recesión— se ha vuelto ahora una política estructural permanente. La deuda pública crecerá, incluso sin contar los efectos de la nueva ley, de 29 a 50 billones de dólares hacia 2034. Moody’s estima que el déficit alcanzará casi el 9% del PIB en 10 años, niveles históricamente asociados con crisis económicas profundas.
Los inversionistas han comenzado a exigir mayores rendimientos para comprar bonos del Tesoro. La prima de riesgo en los bonos a 10 años ya es la más alta desde 2014, lo que significa que el costo de financiar la deuda está aumentando. Esto se traduce en presiones sobre hipotecas, créditos corporativos, y consumo. La economía estadounidense se aproxima peligrosamente a un punto en el que la deuda no será sostenible sin una intervención inflacionaria de la Reserva Federal o un recorte forzoso del gasto.

El dólar bajo fuego: ¿inicio del fin de su hegemonía?
Quizá el efecto más profundo, y menos visible por ahora, sea el daño que este proyecto puede provocar a la confianza en el dólar como moneda global de reserva. El índice del dólar ya cayó más de 10% en el primer semestre de 2025 —su peor desplome desde la crisis del petróleo en 1973— y analistas como Bill Gross y Ray Dalio advierten que el “pago” de esta borrachera fiscal no vendrá en forma de un default, sino de un dólar débil, tasas más altas y una inflación estructural.
A medida que la oferta de bonos del Tesoro se dispara y la credibilidad institucional de EE.UU. se erosiona, los tenedores de deuda —especialmente bancos centrales extranjeros— podrían optar por diversificar sus reservas hacia otras monedas como el euro o el yuan. Incluso un ajuste leve en la proporción de reinversión de bonos por parte de países como China, Japón o Alemania puede provocar una fuga gradual pero sostenida de capitales.
Cabe señalar que esto no es simplemente una cuestión técnica. El dólar ha sostenido la hegemonía estadounidense por más de siete décadas no solo porque es una divisa confiable, sino porque está respaldado por un sistema institucional sólido, reglas claras y estabilidad macroeconómica. Hoy, esas tres bases están siendo debilitadas simultáneamente. El descontrol fiscal, la creciente politización de las decisiones económicas, y el debilitamiento de los contrapesos democráticos están deteriorando la percepción del dólar como refugio seguro.
Además, los rendimientos crecientes de los bonos del Tesoro están empezando a reflejar lo que Wall Street llama una “prima de riesgo por trayectoria fiscal”. Es decir: los inversionistas ya no solo miran la política monetaria de la Fed, sino el desorden fiscal del Congreso. El riesgo percibido no es que EE.UU. no pague su deuda, sino que la pague en una moneda devaluada o a costa de crecimiento real.

Este fenómeno también tiene una dimensión estructural. La Reserva Federal enfrenta un dilema: si mantiene tasas altas para sostener al dólar, enfría la economía y encarece el crédito. Pero si las baja para sostener el crecimiento, acelera la fuga del capital extranjero y genera presiones inflacionarias. Como se puede ver, ninguna opción es libre de costo.
El debilitamiento del dólar, además, incentiva a bloques rivales como los BRICS a acelerar sus esfuerzos por construir una arquitectura financiera paralela. La idea de transacciones comerciales bilaterales en monedas locales no es descabellada; de hecho, está en marcha. Rusia y China están liquidando parte creciente de su comercio en yuanes y rublos, y países como Brasil, India e Irán han expresado su intención de reducir su exposición al dólar.
Todo esto ocurre mientras la deuda estadounidense se encamina a superar el 130% del PIB en los próximos años. El economista Ken Rogoff lo resume con una frase inquietante: “el apetito por deuda estadounidense puede ser grande, pero no es infinito”. Por su parte, Jeremy Stein, exgobernador de la Fed, advierte que la reducción paulatina en la reinversión de bonos por parte de bancos centrales extranjeros es un escenario mucho más probable que un colapso súbito, pero es un asunto igualmente dañino.
Incluso si no hay una “venta masiva” de bonos del Tesoro, basta con que haya menos compradores marginales para que los costos de financiamiento suban. Y eso afecta a todo: desde hipotecas hasta préstamos estudiantiles, desde emisiones corporativas hasta el crédito para infraestructura. En última instancia, afecta el poder adquisitivo del consumidor estadounidense promedio.
Las implicaciones para el mundo… y para México
El impacto del “One Big Beautiful Bill” no se detiene en las fronteras de Estados Unidos. Por el tamaño de su economía, su rol financiero global y su peso geopolítico, las decisiones fiscales y migratorias adoptadas por Washington tienen múltiples repercusiones para el resto del mundo. Este paquete legislativo, al romper con nociones básicas de disciplina fiscal, moderación institucional y estabilidad migratoria, es percibido desde el exterior como un cambio de rumbo hacia el unilateralismo autoritario. Y eso tiene costos.
Para los mercados globales, el nuevo desorden fiscal de EE.UU. genera una presión sistémica. Un dólar debilitado e impredecible obliga a bancos centrales de todo el mundo a replantear sus estrategias respecto a sus reservas internacionales. Países con alta exposición a bonos del Tesoro se ven ahora ante el dilema de diversificar o arriesgarse a pérdidas significativas si los rendimientos continúan subiendo porque eso implica una caída en los precios de los bonos. Esto afecta particularmente a naciones en desarrollo que utilizan al dólar como ancla cambiaria o referencia de estabilidad financiera.
El paquete también tiene efectos sobre la gobernanza internacional. Al destinar cientos de miles de millones de dólares a gasto interno, militarización migratoria y recortes a energías limpias, EE.UU. está abandonando la agenda de cooperación climática y multilateralismo económico que había defendido en décadas recientes. Esto abre espacios para que otras potencias —China, India, Rusia— fortalezcan sus alianzas regionales y promuevan arquitecturas financieras paralelas.
En América Latina, el cambio estadounidense implica mayor presión para asumir los costos de la política migratoria de Trump. Países como Guatemala, El Salvador, Honduras y México serán convertidos, de facto, en barreras de contención para los flujos migratorios, sin que exista una negociación justa ni compensaciones económicas proporcionales. Los gobiernos de la región enfrentarán mayores tensiones internas si se les exige hacer el trabajo sucio para Estados Unidos sin recibir apoyo ni respeto diplomático.
En el caso específico de México, los riesgos son múltiples y convergentes. En primer lugar, el endurecimiento del aparato migratorio representa una amenaza directa para millones de connacionales en Estados Unidos, incluyendo personas con residencia permanente, visas temporales e incluso ciudadanos naturalizados. Las remesas, que en años recientes han sido un sostén fundamental del consumo interno y de las finanzas locales en regiones enteras del país, podrían verse afectadas si aumentan las deportaciones, se genera miedo colectivo o se criminaliza el envío de dinero.
En segundo lugar, la combinación de nuevos aranceles, estímulo fiscal agresivo y debilitamiento del dólar genera una triple presión sobre la economía mexicana. Por un lado, el proteccionismo estadounidense encarece el acceso al principal mercado de exportación de México. Por otro, el fortalecimiento relativo del peso, debido a la debilidad del dólar, reduce la competitividad de las exportaciones manufactureras. Finalmente, la volatilidad financiera amenaza con frenar la inversión y generar incertidumbre cambiaria.
Tercero: si la Reserva Federal se ve forzada a subir tasas para contener los efectos inflacionarios de la deuda, México también tendría que ajustar su política monetaria, incluso en un momento en el que vivimos un estancamiento económico, solo para evitar una fuga de capitales. Esto limitaría el margen para el crecimiento interno, afectaría al crédito privado, debilitaría al consumo y pondría presión adicional sobre el endeudamiento público.
Cuarto: las decisiones unilaterales de Estados Unidos en materia energética —como el abandono de créditos verdes y la promoción del fracking— pueden afectar el clima global de financiamiento para la transición energética. México, que necesita recursos externos para modernizar su matriz energética, podría enfrentar condiciones menos favorables para acceder a fondos internacionales o para atraer inversión en renovables.
Y por último, pero no menos importante, está el componente diplomático. La militarización de la frontera, la construcción de nuevas barreras, la reducción de la cooperación en materia de movilidad y asilo, y el tono agresivo hacia migrantes pueden tensar severamente la relación bilateral. Un nuevo ciclo de fricciones entre ambos países podría poner en riesgo la revisión del T-MEC, la cooperación en seguridad o el trabajo conjunto en infraestructura fronteriza.
Conclusión: el precio de la victoria
El “One Big Beautiful Bill” no es simplemente una ley más en el historial legislativo de Estados Unidos. Es la conjunción de la visión de país de Donald Trump. Bajo la retórica del nacionalismo y la promesa de grandeza, se esconde una bomba de tiempo fiscal, monetaria y geopolítica que amenaza no sólo la estabilidad de Estados Unidos, sino la del sistema internacional construido en torno a su liderazgo.
Este paquete legislativo consolida un modelo de gobierno sin contrapesos, que premia el cortoplacismo político a costa de la sostenibilidad económica, y que utiliza la migración como chivo expiatorio para encubrir la fragilidad estructural del país. Al militarizar fronteras, socavar la cooperación internacional y romper los principios básicos del equilibrio fiscal, la administración Trump está sentando las bases para lo que puede ser una tormenta perfecta: crisis de deuda, erosión del dólar como moneda global y escalada de tensiones con sus socios más cercanos, incluida América Latina.
Para México, este nuevo orden trumpista representa un reto por demás importante. Más allá de los aranceles o las redadas, está en juego la capacidad del país de mantener la estabilidad económica, proteger a sus connacionales en el exterior, y mantener una relación bilateral basada en el respeto, no en la subordinación.
En suma, lo que Trump ha presentado como una “gran y hermosa ley” podría terminar siendo, en los hechos, el detonante de un colapso fiscal, diplomático y monetario que marcará el inicio de una nueva era menos estable, más confrontativa y profundamente incierta.
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Alejandro Gómez Tamez*
Director General GAEAP*
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