La última semana de agosto evidenció que la economía mexicana avanza en un escenario contradictorio: por un lado exhibe indicadores que sugieren estabilidad, pero al mismo tiempo arrastra debilidades estructurales que limitan su crecimiento y la mantienen por debajo de su potencial. Al interior, el país apenas logra un crecimiento marginal y genera principalmente empleo precario e informal, mientras su base productiva se encuentra cada vez más debilitada. En el frente externo, la ofensiva arancelaria de Donald Trump redibuja el tablero comercial y obliga a México a jugar en condiciones asimétricas. Y en el escenario global, la combinación de choques políticos en Estados Unidos, tensiones geopolíticas y fragilidad financiera aumenta la vulnerabilidad del país frente a un entorno de riesgo sistémico. El resultado es un equilibrio precario: México ha resistido, pero lo hace sobre cimientos frágiles en un mundo cada vez más incierto.

México: resiliencia en cifras, fragilidad en estructura

Los últimos datos del INEGI muestran que la economía mexicana creció 0.6% entre el primer y segundo trimestres, el doble de lo esperado, lo que disipó momentáneamente los temores de una recesión técnica. En ese lapso, la población ocupada aumentó en 439 mil personas, con el sector comercio y servicios como el principal motor de ese crecimiento, aunque buena parte de los nuevos puestos corresponde a autoempleo y empleos informales. Estos factores aportan dinamismo coyuntural y permiten al gobierno presumir estabilidad en las cifras macroeconómicas, sin que ello resuelva las debilidades estructurales de fondo.

Sin embargo, detrás de esa “resiliencia estadística” se esconden señales de fragilidad. La industria manufacturera e industrial en general ha perdido protagonismo: en un cuarto de siglo, su aportación al PIB cayó en seis puntos porcentuales. Se trata de un dato estructuralmente preocupante, pues significa que México depende cada vez menos de sectores productivos de alto valor agregado y más de actividades de bajo dinamismo o alta informalidad. La paradoja es clara: se generan empleos, pero una parte creciente de ellos se ubica en condiciones precarias. De hecho, en el último año más de 549 mil mexicanos se sumaron a la economía informal, y un 35% de esos empleos surgieron en empresas e instituciones formalmente constituidas. Es decir, la formalidad está incubando informalidad

A esto se suma el problema fiscal de largo plazo. Aunque Fitch reconoció que México logró reducir el déficit fiscal de 6% del PIB en 2024 a 4% en 2025, la consolidación está en entredicho debido a que el país carece de una estrategia sólida para incrementar los ingresos tributarios y el SAT sigue dependiendo de medidas temporales, de la recaudación por mayor control en aduanas y de ingresos extraordinarios que obtiene al ganar litigios contra los contribuyentes. Esta dependencia es riesgosa en un entorno de desaceleración industrial y de presiones crecientes sobre las finanzas públicas, especialmente por el costo de las pensiones, que ya absorben más del 23% del gasto neto.

En lo social, los retos no son menores. México enfrenta el doble desafío de una población que envejece —con esperanza de vida de hasta 80 años en algunos segmentos— y un sistema de ahorro para el retiro insuficiente. La falta de educación financiera y la desconfianza hacia los instrumentos de ahorro mantienen a millones de trabajadores sin un respaldo sólido, lo que amenaza con traducirse en una crisis de pensiones en menos de dos décadas. Este panorama se agrava con un mercado laboral que sigue siendo incapaz de ofrecer seguridad social a casi la mitad de la población.

Es así que México ha logrado esquivar la recesión este año y mantiene una estabilidad aparente. Pero se trata de una resiliencia más contable que estructural, sostenida por el consumo privado y las exportaciones, mientras que los pilares de la industria, la formalidad laboral y la sostenibilidad fiscal muestran grietas cada vez más profundas. El país corre el riesgo de estancarse con un crecimiento mediocre en lo que resta del sexenio, lo que genera un escenario de vulnerabilidad que limitará su capacidad de aprovechar las oportunidades del reacomodo global.

El frente externo: la era Trump y el nuevo tablero comercial

Las tensiones comerciales ocasionadas por el gobierno del presidente Donald Trump está redibujando el mapa del comercio global y coloca a México en una posición incómoda: socio preferente porque mantiene el acceso libre de arancel para cerca del 80% de sus exportaciones, pero a la vez se ha convertido en un rehén de las presiones de Washington. Esta semana se confirmó que el déficit comercial total de bienes de Estados Unidos se disparó 22% en julio, alcanzando los 103,600 millones de dólares. Esa cifra, políticamente explosiva, alimenta la narrativa de la Casa Blanca sobre “comercio injusto” y justifica el endurecimiento arancelario. Para Trump, reducir el déficit comercial no es sólo un tema económico sino de legitimidad política.

En este contexto, la estrategia estadounidense combina tres vectores: (i) aranceles punitivos, con gravámenes de hasta 50% sobre acero, aluminio y cobre, así como nuevas rondas de solicitudes/consultas programadas para cubrir más productos; (ii) restricciones a plataformas de e-commerce chinas como Shein, Temu o AliExpress, que buscan proteger al comercio minorista local pero terminan encareciendo bienes para consumidores norteamericanos; y (iii) golpes dirigidos a sectores sensibles como el agroalimentario, donde los fertilizantes ya registran máximos de precio no vistos desde 2016. La lectura es clara: Washington está dispuesto a asumir costos internos con tal de enviar el mensaje de que el proteccionismo llegó para quedarse.

Para México, este entorno es un arma de doble filo. Por un lado, se abren algunas oportunidades derivadas de las preferencias arancelarias que México mantiene: empresas estadounidenses buscan relocalizar operaciones fuera de China y México trata de seguir presentándose como la plataforma natural por cercanía y por el marco del T-MEC. Ejemplo de ello son las recientes inversiones en la industria farmacéutica o los proyectos recién anunciados de medicamentos, vacunas y biocombustibles con Brasil. Pero por otro lado, el país se ve forzado a alinear su política comercial a la agenda de Trump, con medidas como la prohibición de la importación temporal de calzado terminado o el aumento de impuestos a 31.5% a los paquetes de e-commerce. Se trata de concesiones que protegen a ciertos sectores nacionales, pero que responden también a una lógica de negociación con Washington.

La señal de la presidenta Claudia Sheinbaum de descartar un Tratado de Libre Comercio con Brasil, mientras se abren acuerdos sectoriales en salud y cooperación productiva, refleja esa tensión: diversificar, sí, pero sin confrontar directamente al socio hegemónico. El reto está en que otros países de la región, como Brasil, avanzan con agendas más agresivas de diversificación y protagonismo internacional, mientras México se mantiene en una posición defensiva.

La revisión del T-MEC, que arrancará en septiembre, será el verdadero campo de batalla. El gobierno y el sector privado acordaron una estrategia de diálogos sectoriales en lugar de consultas por capítulo. Si bien esto podría facilitar consensos en áreas como automotriz, farmacéutica o energía, también abre la puerta a que Estados Unidos presione en sectores estratégicos con mayor facilidad, sin la rigidez de un marco negociador integral. Además, la coyuntura no es favorable: con un déficit comercial creciente en EE.UU. y un Trump fortalecido políticamente, el margen para que México imponga condiciones es muy reducido.

En resumen, el frente externo muestra un tablero cada vez más asimétrico. México tiene potencial para capitalizar la reconfiguración productiva, pero carece de un proyecto claro para hacerlo. Mientras tanto, Estados Unidos convierte el comercio en un instrumento de política interna, y los países emergentes —de Brasil a India— buscan reposicionarse en el nuevo orden multipolar. México corre el riesgo de limitarse a reaccionar a los movimientos de Washington en lugar de construir una estrategia propia que lo proteja de la volatilidad y lo prepare para la próxima gran renegociación del T-MEC en 2026.

Geopolítica y mercados: un entorno de riesgo creciente

El cierre de agosto estuvo marcado por una combinación de choques institucionales en Estados Unidos, tensiones geopolíticas y fragilidades en los mercados financieros globales que, en conjunto, conforman un panorama de alto riesgo para economías emergentes como México.

El primer punto crítico es la relación cada vez más deteriorada entre la Casa Blanca y el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED). El intento de Donald Trump de remover a la gobernadora Lisa Cook, que ya derivó en una demanda judicial, abre un frente inédito consistente en la politización directa del banco central más influyente del mundo. Esta confrontación amenaza con erosionar la confianza de inversionistas en la independencia de la FED justo cuando el organismo evalúa recortar las tasas de interés en septiembre. Una FED debilitada en credibilidad podría tener efectos de segunda ronda sobre el dólar, la inflación global y el apetito por activos de riesgo.

En los mercados bursátiles, la semana confirmó que la burbuja de expectativas en torno a la inteligencia artificial comienza a mostrar vulnerabilidades. El desplome de Nvidia y otras tecnológicas ligadas a la IA arrastró al Nasdaq, recordando que los mercados no solo reaccionan a resultados contables, sino a la sostenibilidad de narrativas de inversión. Si la desaceleración del sector tecnológico se consolida, el impacto podría sentirse en toda la cadena de valor manufacturera, desde semiconductores hasta logística, afectando directamente a México, que es un actor relevante en esa industria dentro del marco del T-MEC.

A la par, los flujos financieros internacionales reflejan una retirada de confianza hacia los mercados emergentes. México registró una salida de 8,942 millones de dólares en inversión de cartera en el primer semestre de este año, equivalente a una reducción de casi 35% respecto al promedio de los últimos 15 meses. Esta desinversión no solo responde a factores internos (como la fragilidad fiscal y la crisis de Pemex), sino también a la búsqueda de refugio en activos estadounidenses en un momento de incertidumbre global. Lo paradójico es que, aunque el gobierno presume una consolidación fiscal, el déficit sigue en torno a 4% del PIB y el endeudamiento anual ronda los 1.6 billones de pesos, señales claras de vulnerabilidad que los inversionistas no pasan por alto.

En el plano geopolítico, el mapa se complica aún más. El Departamento del Tesoro de EE.UU. denunció la existencia de redes de lavado de dinero que vinculan a cárteles mexicanos con intermediarios financieros chinos. Este fenómeno no es marginal ya que pone en evidencia la emergencia de alianzas criminales transnacionales que desafían no solo a los Estados nacionales, sino también al sistema financiero internacional. El hecho de que más de 312 mil millones de dólares en transacciones sospechosas hayan sido detectados en este esquema revela que la frontera entre crimen organizado, flujos financieros globales y geopolítica es cada vez más difusa. Para México, esto representa un golpe reputacional severo en un momento en que busca atraer inversión extranjera directa de largo plazo.

Finalmente, las presiones demográficas y sociales añaden otra capa de riesgo. El envejecimiento de la población mexicana y el ahorro insuficiente para el retiro son un factor de inestabilidad futura. En un mundo donde las tensiones geopolíticas elevan la prima de riesgo y reducen márgenes fiscales, México tendrá cada vez menos espacio para atender simultáneamente a los compromisos de deuda, el rescate de Pemex y las crecientes obligaciones en pensiones.

Conclusiones

En suma, la combinación de una FED políticamente acosada, un mercado tecnológico en riesgo de corrección, flujos financieros que se retraen, redes criminales globalizadas y presiones sociales internas constituyen un entorno de riesgo sistémico. Para México, este escenario plantea una paradoja: necesita estabilidad externa para resucitar el nearshoring y llevar a buen puerto la renegociación del T-MEC, pero su dependencia de los vaivenes de Washington y su propia fragilidad estructural lo hacen altamente vulnerable a cualquier turbulencia.

A manera de resumen podemos señalar que México cierra agosto en un equilibrio frágil. Avanza con datos que indican que no hemos entrado en una recesión, pero su estructura productiva se erosiona. Estados Unidos redefine el tablero comercial con aranceles y tensiones institucionales que impactan a todo el mundo. Y los mercados, lejos de ser refugio, exhiben su propia fragilidad. El reto para México no es solo capear la tormenta, sino asumir que sin reformas profundas en fiscalidad, productividad e infraestructura, seguirá navegando a la deriva en un mar internacional cada vez más turbulento.

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Alejandro Gómez Tamez*

Director General GAEAP*

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